¿No le pesa la conciencia en el supermercado?
A mí tampoco. Porque yo comparo el precio, la caducidad, la calidad... y la empresa que fabrica el producto: si es una empresa que he leído que devasta los bosques de algún país asiático para conseguir combustible barato para sus fábricas, no lo compro; si es una empresa que destruye el hábitat de etnias humanas y comunidades naturales en la Amazonía, no lo compro; si es una empresa que utiliza mano de obra esclava en África, no lo compro.
¿Usted estaría a gusto pagando a quien atenta contra la Mata Atlántica, los alcornocales o los parques nacionales? ¿Está a gusto sabiendo que millones de personas compran los productos de determinada multinacional a lo largo y ancho del mundo sin saber que consume con total desprecio y falta de respeto los recursos naturales de países alejados?
Es la globalización. Oímos hablar mucho de ella y de sus ventajas, pero tal vez no percibimos algunos de sus efectos perjudiciales. Las empresas diseminan sus fábricas por países en los que la falta de legislación ambiental y de trabajo, o su falta de aplicación, o la corrupción permiten una producción más barata. Si cerramos los ojos y continuamos comprando sus productos, ayudamos a mantener ese statu quo perverso. ¿Qué podemos hacer?
Utilicemos también la globalización: actuemos localmente y también globalmente para conseguir efectos locales y globales. Localmente, en el día a día, podemos dejar de comprar aquellos productos. Globalmente, podemos informar a los consumidores globales sobre las empresas que atentan contra la vida humana, animal y vegetal de nuestro entorno, de modo que personas de aquí y del otro lado del mundo dispongan de información para decidir si quieren contribuir a esos atentados. Y continuemos cooperando con aquellas organizaciones que defienden nuestros intereses.
Aquí, algunos ya dejamos de comprar ciertos productos. Ayuden a aumentar la cantidad y la calidad de nuestra información; aún estamos empezando.